Abierto por vacaciones - VII.
Escribo hoy, aquí, porque por primera vez desde que salí de Waco el 12 de junio tengo la sensación de haber recuperado el oremus. Quedará inconexo, claro, porque uno no se recupera de meses sin escribir sin recurrir a una estructura a borbotones.
La última vez que escribí, dejé aquí una línea que decía “El día que me fui de Waco sólo sentí pena por algunas de las personas que dejaba atrás”. Ahora no sólo siento esa desazón que deja la distancia, sino que además me reafirmo en algo que creía saber. De poco sirve tener un trabajo que te guste si no tienes alrededor con quien compartir las alegrías y los sinsabores de la vida diaria. No conviene subestimar la felicidad que se esconde en compartir pequeños actos cotidianos con gente que queremos. Lo que daría por cantar a voces a Paquita la del Barrio, pasear por el margen del río, o planear la búsqueda otrora del tesoro de Moctezuma una vez más.
René Lavand. Algo que mucha gente no sabe es que a mí me gusta la magia, no porque la practique, sino porque me interesa verla, entenderla y, en la torpe medida de mis posibilidades, tratar de descifrarla como si de un rompecabezas se tratara. Ni que decir tiene que no tengo demasiadas aptitudes. Sin embargo, lento de mí, hace poco (re)descubrí a un mago argentino —ya fallecido— que hacía cartomagia a una mano, pues había perdido la otra en un accidente cuando era pequeño. Su mantra era “No se puede hacer más lento”, algo que repetía en cada uno de sus trucos una y otra vez mientras hacía bailar las cartas sobre el tapete. Algunos días, cuando mis dedos no cooperan, pienso en él. Aquí, Javi Rufo lo homenajeó con una sensibilidad tremenda.
Estos días, mientras deshacía cajas y recogía trocitos de poliespán del suelo, he escuchado muchas veces “Antojitos”. Es más una playlist de primavera, pero ahí queda eso.
Un pensamiento que me acompañó este fin de semana. Es difícil estar más guapa que Elsa Pataky en Ninette.
Una reflexión. En una mudanza, por pequeña que sea y por minimalista que uno se considere, las cajas son como las páginas de aquel Libro de arena del que escribió Borges: infinitas. Da igual que hagas, deshagas y rehagas, seguirán apareciendo con cosas que ni siquiera recordabas que tenías; lo cual unas veces proporciona momentos de alegría inesperada reencontrándote con cosas que creías perdidas, y otras de incierta inquietud al dar con cosas de las que pensaste te habías deshecho.
Algo que me jode de los domingos —y que pensé que desaparecería una vez acabase la tesis— es la sensación constante de que, si no hago algo relacionado con mi trabajo, estoy siendo improductivo. En realidad no tengo claro si es el resultado de años de escuela graduada, si es parte del trauma de no ser capaz de acabar la disertación o si en realidad es que en algún momento del proceso de crecer me desconfiguraron las prioridades. Sea lo que sea, por gracioso que suene, hoy me he pasado el día tratando de reprimir mis impulsos de sentarme a corregir, a trabajar en un artículo o simplemente a perder el tiempo frente a la pantalla para sentirme mejor.
Una anécdota ajena. En una conversación con Álex Fidalgo, Ayanta Barilli contaba que su padre era muy amigo de Alfredo Bryce Echenique, escritor peruano con una cierta afición a los tragos que una vez extravió un manuscrito de una novela en una maleta en un tren. Al parecer, iba un tanto beodo cuando perdió la pista de aquel amasijo de papel. Después de mucho buscarla junto a Fernando Sánchez Dragó, acabaron dándola por perdida. Y yo me pregunto si en algún lugar del mundo aún existe ese libro y si la persona que encontró el manuscrito alguna vez fue consciente de lo que era.
Hace poco recordé que, con ocasión de la muerte de Francisco Rico, profuso fumador, había escuchado a Rosa Belmonte decir que Andrés Trapiello le había escrito un obituario que acababa diciendo “Escribo todo seguido ahora para salir del choc. Lograste, buen amigo, cabrearme muchas veces, pero nunca ponerme triste, tan triste como lo estoy ahora. No me creo que hayas muerto. Si eras inmortal... Y además ni siquiera fumabas”. Me hizo gracia y me dio por pensar que espero no tener que escribir jamás un texto semejante.
Una penúltima idea. Algo que nunca he entendido muy bien es que, en ese tira y afloja que es la seducción, a veces haya que pretender una cierta falta de interés. O sea, dar la medida justa de uno para no acabar jugando sus cartas bocarriba antes de tiempo. Siempre he pensado que hay algo profundamente contraintuitivo en querer lograr algo y tener que hacer como que no lo quieres para acabarlo consiguiendo.
La última. A veces hay que irse de un lugar, aunque sólo sea para poder volver.